Unidos
Rainer Maria Rilke
Sophie sirvió té a su hijo. Su mano fina y elegante temblaba levemente. En silencio, el enfermo estaba sentado frente a ella en el sillón tapizado. Tan sólo sus manos blancas tenían vida propia, febril sobre los oscuros apoyabrazos del sillón. Sophie colocó sobre la mesa la tetera de plata que parecía recibir toda la luz crepuscular de la habitación y se pasó la mano por la cabeza blanca. Luego se sentó en el profundo sillón y, al moverse, su vestido de seda se estremeció. Con una tierna sonrisa, miró a su hijo. Y ahora no reparó en las mejillas pálidas del joven enfermo del corazón ni en el movimiento fugaz de los costados de su nariz, que era como el aleteo de una mariposa antes de morir; sólo sentía que él volvía a estar en casa después de muchos años y que ella podía posar sus manos llenas de amor no agotado sobre su frente y satisfacer con ojos asustados los deseos de sus miradas. Que había vuelto junto a ella a causa de su grave enfermedad era algo que había olvidado por completo. Agradecía a Dios el poder protegerlo y se contentaba con saber que él estaba ahora a salvo de los grandes y salvajes caminos de las tempestades y corrientes, y de poder cuidarlo en algún lugar en el que él carecía de voluntad propia y pertenecía por completo a su amor. Esa certeza iluminaba su cara con un resplandor silencioso y radiante. Los ojos grandes y sombríos de Gerhard parecían dirigirse al infinito y, sin embargo, acechar de cerca la ensoñada felicidad de los rasgos de su madre. Y su alma enferma y angustiada reflexionó sobre aquella sonrisa e intuyó sus profundidades. Él pensó: así es mi madre. Agradece a Dios que haya vuelto y, sin embargo, he vuelto para morir. Agradece a Dios que ya no me encuentre ningún peligro y la vida es el único peligro. Agradece a Dios por mí y por mi vida y no soy más que un fruto prematuramente seco. Así es mi madre. Las tazas de té entonaron una canción de plata y Sophie dijo en medio de sus sueños:
- Aquí todo está como entonces, ¿verdad? Ni una silla se ha cambiado de lugar. Los cuadros también están colgados como tú lo ordenaste. Sobre tu cama El violinista de Hans Thoma. Te gustaba tanto cuando eras pequeño… ¿Aún te gusta?
El enfermo asintió con la cabeza.
- ¿Qué estará tocando? ¿Tú qué crees? Yo creo que toca la canción de tu tierra.
El joven respiró hondamente:
- Toca mi infancia, la tristeza y la resignación.
Había hablado con voz ronca. De nuevo cantaron las tazas. Asustada, Sophie preguntó:
- ¿No sientes cariño por tu infancia, Gerhard?
El enfermo la miró muy seriamente:
- ¿Cariño…? Oh sí… Siento cariño por ella, como se siente cariño por una mentira con la que se es feliz, o por un sueño en el que uno era rey, o por una bondad que convierte a uno en esclavo. Siento cariño por esas habitaciones en las que viví esa bondad y tu voz que era su añoranza. Siento cariño por todos los caminos por los que me has guiado, esos caminos silenciosos, callados, que conducen alrededor de la vida hacia tu Dios.
Sophie hizo un movimiento y la cucharita cayó con dureza sobre el platito.
Luego dijo fríamente:
- Yo te he educado en la religiosidad.
Gerhard sonrió un poco:
- ¿Qué es la religiosidad? Alegría por las iglesias oscuras y los árboles de Navidad relucientes, agradecimiento por una vida cotidiana tranquila, a salvo de las tempestades, amor que ha permitido su rumbo y busca a tientas en un espacio sin límites. Y una añoranza que cruza las manos en lugar de extender las alas.
El enfermo echó hacia atrás la cabeza en la almohada oscura dejando ver la barbilla con los pocos pelos pálidos de la barba y el cuello delgado con los tendones pensionados. Nerviosa, Sophie enredó los dedos en su cuello de encaje negro y en su voz sólo había cariño:
- ¿Me haces reproches, Gerhard?
El joven no se movió, sólo sus manos lo hicieron levemente.
- No, madre.
- Hablas de una manera… -dijo asustada la vieja mujer.
Gerhard bajó lentamente la cabeza y ambos se miraron a los ojos.
- En realidad tendría que darte las gracias. Me has guiado incansable por muchos milagros. Me has introducido tan profundamente en tu fe que necesité los diez años en los que estuve lejos de ti para salir de ella.
Sophie se inclinó hacia delante en su asiento como para no perderse una palabra.
El enfermo seguía hablando en un tono indeciblemente suave. Cada palabra parecía pedir perdón:
- Madre, quiero que lo sepas, estos diez años fueron para mí un regreso desesperado. Me he cansado mucho recorriéndolo. Pero a pesar de todo debería darte las gracias, si no estuviese tan enfermo. Ahora estoy en el inicio y tengo que morir. Me siento como si no hubiese vivido nunca porque nunca he logrado entrar en la vida. Quince años engañado y diez años luchando para regresar al inicio: ése soy yo.
- ¡Gerhard! –suplicó Sophie y sus manos temblaron y se cruzaron desconcertadamente-, estás ofendiendo a Dios.
Pero el hijo continuó ensimismado:
- Estar al inició y tener que morir, es tan triste…
Sus ojos estaban tan llenos de pena que la mujer se tapó la cara con las manos y lloró violentamente.
Gerhard permaneció en silencio y sus ojos se posaron en un retrato de su padre que colgaba cerca de la ventana y cuyos rasgos todavía eran reconocibles en la penumbra. No podía recordar siquiera a su padre porque todavía era muy pequeño cuando éste abandonó el país por otra mujer. El enfermo reflexionó y dijo:
- Creo que ahora estoy más lejos de ti que de él.
Sophie apretó el fino pañuelo contra sus ojos y un perfume muy suave de lavanda se extendió por la habitación. Con voz seca preguntó:
- ¿Quién?
- ¡Mi padre! –contestó Gerhard brutalmente.
La mujer vieja lo miró asustada, con ojos palpitantes, y sus labios temblaban, intentando responderle. Pero no encontraba las palabras. De pronto sintió que tenía que defender algo que era amenazado por su hijo, algo que vivía profundamente dentro de ella, que la fortalecía y bendecía, y que poseía derechos más antiguos que él. En aquel instante sintió deseos de escapar. Con miedo, alzó la mirada. Vio los ojos cansados, cerrados del enfermo y la boca extenuada de hablar. Aquella conmovedora impotencia la fascinó. Mentalmente colocó uno al lado del otro: al Dios que había dentro de ella y que había sido amenazado por Gerhard y a su hijo débil y desdichado, y así se quedó.
Las semanas que siguieron fueron una lucha silenciosa y secreta que Sophie trató de mitigar escondiendo a su Dios cada vez más dentro de sí misma y evitando que se encontrara con su hijo. Todo su ser adquirió así una angustiada inquietud, una discreción temerosa que volvían inseguros cada uno de sus movimientos. Cerraba su puerta con llave cuando rezaba la oración nocturna y cuando las campanas marcaban el Ángelus se refugiaba en cualquier habitación oscura y, allí, temblando, hacía la acostumbrada señal de la cruz. Antes de comer limitaba sus plegarias practicadas desde la infancia a un pensamiento fugaz en Dios, temiendo que Gerhard pudiera encontrarlo en sus ojos. El temor constante se extendió sobre ella como algo extraño y aquel cambio no pasó inadvertido a las miradas del enfermo. Casi inconscientemente éste buscaba los motivos de aquella actitud y se agotaba en suposiciones. Así se volvió irritable y hostil y de tanto en tanto hablaba del “regreso” pero ya no con la resignación suave y melancólica de la primera vez. Sophie entonces temía tanto por su Dios como por el enfermo. Ella amaba a los dos y sabía que la lucha decisiva mataría a uno de los dos. Durante aquellas angustiosas semanas, el Dios grande y poderoso que la había guiado y amparado desde su niñez se había convertido en un Dios pequeño y asustado que era sólo de ella y al que debía proteger y cuidar como a un pajarito caído del nido. Cuando se dio cuenta de esto se asustó. De pronto, advirtió cómo su Dios, en aquella furtividad, se volvía cada vez más pobre y desvalido y pequeño, y temblaba al pensar en el día en que se desmoronaría del todo en silencio, sin resistirse, como se apaga una lámpara cuando le falta el aceite. Sentía además que sin ese Dios ella sería como una hoja muerta y que debía sacarlo a la claridad de la luz ante de que fuese demasiado tarde.
Por eso, un día en que Gerhard estuvo otra vez sentado frente a ella en la penumbra, Sophie dijo:
- Yo creo en Dios. Él te curará.
Su voz sonó vacilante y repitió entonces con más valor:
- Creo en Dios.
El enfermo se levantó con un esfuerzo y se dirigió hacia ella. Caminaba como alguien que quiere agarrar algo y Sophie temió bajo su mirada. Temió ante sus manos enfermas y logró ver cómo su hijo colocaba sus dedos fríos y duros alrededor del cuello de su Dios para estrangularlo. Ella suplicó a su hijo por él:
- Piedad.
Gerhard se detuvo delante de ella, que gemía como si se tratara de apartar una maldición:
- Creo en Dios.
El estaba delante de su madre y sostenía sus manos temblorosas.
El joven asintió con la cabeza:
- Sí… -Y luego como si repitiese las palabras de alguien- Pero tu Dios no me puede quitar la enfermedad. Yo no la recibí de él; me la dio mi padre.
La madre lo miró aterrorizada.
El aguantó la mirada. Entonces se volvió cada vez más débil y cansado. Dejó caer las manos finas de su madre, acercó una silla y se sentó. Sus miradas se encontraron y los dos pensaron: estamos tan lejos el uno del otro…
Los dos se parecían mucho, pero ya era tarde, y no podían distinguir sus rasgos. Así permanecieron sentados y el enfermo pensó: así que estaré completamente solo este rato corto. Nuestros labios ya no se pueden regalar nada porque ella no sonreirá, sus besos pertenecen a su Dios y sus palabras provienen de un lenguaje extraño. Así que estaré completamente solo. Ella, sin embargo, tiene a su Dios.
Se mantuvieron callados.
Ella, entonces –y fue como si enviara sus palabras por encima de un río agitado y ancho, de una orilla a otra-, dijo:
- Sus cartas eran tan terribles… Pasaba hambre. Yo enviaba dinero a tu padre… Perdóname.
El exclamó contento:
- Yo también lo hacía.
Sus ojos se encontraron llenos del mismo brillo agradecido.
Todas las distancias se extinguieron.
Y sus manos se unieron entrañablemente como las de dos personas que quieren ayudarse mutuamente.
Reiner Maria Rilke nació en Checoslovaquia en 1875 y murió en Suiza en 1927. Pareja fugaz de la famosa escritora Lou-Andreas Salomé y secretario del escultor Auguste Rodin, es uno de los grandes poetas del siglo XX, autor de, entre otras obras, Canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke, Cuadernos de Malte Laurids Bridge, Eligías a Duino y de las célebres Cartas a un joven porta. El presente texto está tomado de su libro Hacia lo mejor de la vida. Relatos breves y esbozos, no publicado en castellano.
Homenaje a la madre – Diario Clarín – 21 de octubre de 2001.
27/11/08
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